¿Nunca os habéis parado a observar lo que compra la gente? Yo lo hago a menudo, sobre todo cuando te hacen esperar en la cola del supermercado. Yo soy de los que lleva bastante mal el tiempo perdido; quiero decir, si me hacen esperar en algún sitio, tengo que buscar algún entretenimiento: leo carteles, leo folletos, mido mentalmente el local, observo la indumentaria de los que me rodean… Ya desde pequeño sentía la poderosa necesidad de aprovechar los ratos muertos para hacer algo y, así, cuando todavía me colgaban las piernas al sentarme en el váter, aprendí a aprovechar el tiempo leyendo. Primero, las letras grandes de las botellas de champú; después las pequeñas, las que dicen eso de Butyloctanol, Hydroxypropyldimonium Chloride, Sodium Lauryl, no ingerir… Después fui creciendo y descubrí lo entretenidos que eran, en La Voz de Galicia, los anuncios de Almacenes El Pote o Casa Barros, los ocho errores de Laplace y, sobre todo, la carta abierta de Augusto Assía; vamos, que me hice mayor leyendo envases y periódicos en el váter.
A lo que iba, que me disipo. La costumbre de estar pendiente de lo que ocurre a mi alrededor en los ratos muertos tiene su momento álgido cuando voy al supermercado, y hoy he ido.
En la caja rápida, máximo diez unidades, me tocó guardar cola detrás de una chavala rubia, con los ojos azules. No me llamó especialmente la atención su aspecto físico. Fueron los objetos que depositó sobre la cinta transportadora, muchos más de diez, los que despertaron mi interés. Ese detalle de colocar demasiados artículos en una caja rápida, unido a la ropa de la muchacha -no sé describirla, como de feria de hace diez años- me ayudó a hacerme una composición de lugar: la que me antecedía en la cola no era otra que una chica del Este de Europa, con poco dominio del español, que había venido a buscarse la vida a Galicia y que, como yo, hacía la compra un lunes por la tarde. Como la cola no avanzaba, me propuse comprobar mi improvisada teoría, así que me fijé en todo lo que la rubia había colocado sobre la cinta transportadora: huevos, salchichas, salsa de tomate, macarrones, arroz… Ninguno de los productos tenía nombre comercial conocido, todos eran de esa marca blanca que comercializa Alcampo y que tiene como símbolo un dedo pulgar levantado La lista era enorme, y cada artículo con su dedo pulgar encima, lo más barato, una compra de supervivencia.
Entonces, la vista se me fue a dos cosas que desentonaban completamente en el lote: una barra de labios de Margaret Astor y, atención,¡seis ratoneras! Cerraban la lista un paquete de Calgonit grande y un limpiador especial para eliminar la cal. Y, entonces, mientras la cajera le decía a la chica del Este que eran 45 euros y la chica del Este buscaba en su cartera los billetes de veinte y los miraba por los dos lados antes de desprenderse de ellos -como quien no conoce la moneda de un país extranjero-, yo empecé a preguntarme en qué clase de casa viviría esta buena mujer. Recapitulemos: aspecto de rusa ¿dije del Este? Más bien rusa; ropa de rusa; productos baratos, incluida una docena de huevos puestos en serie; dos productos caros para eliminar la cal y ¡seis ratoneras! Sí, ratoneras de esas de toda la vida, de las que atrapan con su muelle al ratón y le tronzan la vida y la columna vertebral como quien pisara una nécora.
Justo cuando más tiempo me hacía falta para recomponer el puzle y encontrar una epxlicación lógica a la vida de la que me precedía en la cola, la cajera me saludó efusivamente: «Buenas noches». La señora que tenía detrás empujó su carro y me obligó a avanzar. Cuando quise darme cuenta, la rusa se perdía con su compra de supervivencia en la rampa de subida al aparcamiento.
No me quedó más remedio que volver al mundo real y disponerme a conseguir ese objetivo que nunca logro en las colas de los supermercados: meter las cosas en las bolsas a la misma velocidad que la cajera las pasa por el lector de códigos de barras; tarea imposible. No existe nadie en el mundo que sea capaz de colocar toda la compra para cuando la cajera lee el total, os apuesto lo que sea.
Cargado con mis lechugas, mi bote de masilla Liteplast para tapar agujeros en las paredes y de seis portalámparas made in china, máximo 40 watios, me fui hacia el párking tratando de imaginarme si la rusa también se habría puesto a pensar en qué clase de persona compra masilla y lechugas a las ocho de la tarde.
Ya me disponía a salir con el coche cuando, de repente, detrás de una columna apareció la rusa cerrando el maletero de un 307 azul. Con gesto apurado, hablaba por teléfono con alguien impaciente. ¿Que cómo sé que al otro lado había alguien con prisa? Muy fácil. Porque aunque no sé ni una palabra de ruso, la rusa del supermercado le decía a su teléfono: «¡Xa vou, muller, xa vou, aínda estou no Alcampo, que parece que rejalaran as cousas de xente que hai!» «Que si, que vou dereita, que non paro…». Todo, con un profundo acento gallego interior, natural que no aprendido.
Una pegatina de Santa Comba en maletero del 307 azul me devolvió de un hostiazo a una realidad donde las rubias que visten raro no necesariamente tienen que ser rusas, donde las cosas no siempre son lo que parecen. Por cierto, y en eso sí que he debido de acertar; en Santa Comba tienen dos problemas: una plaga de ratones y demasiada cal en el agua. Buenas noches.